Unas dotaciones suficientes a la escuela pública son la mejor garantía para que el derecho de todos los ciudadanos a disponer de la misma igualdad de oportunidades sea un derecho real y no sólo teórico.
Los hijos de inmigrantes suponen ya, en este curso 2007-2008, el 9,4% del total de alumnos (7,2 millones) matriculados en los diversos ciclos de educación no universitaria. Hace apenas diez años, el porcentaje de alumnos extranjeros sólo representaba el 0,7% del total. Estas cifras hablan por sí solas de la revolución que se está operando en la estructura social de nuestro país, que se acelerará en el futuro al impactar el auge de la inmigración sobre unas tasas demográficas «endógenas» -la población española de «toda la vida»- de signo inverso y decreciente. Los problemas de integración en la escuela se agudizarán, además, por la concentración de estos alumnos extranjeros en los segmentos de menor edad, los correspondientes a la ESO y la educación primaria, en los que se decide casi definitivamente el futuro de una persona. Esta situación puede llegar a ser explosiva si agranda, como parece probable, nuestros niveles de abandono escolar, el de los muchachos que dejan el colegio después de los 16 años, al terminar la ESO, que en el año 2006 fueron el 29,9% del total. Las deserciones prematuras (añadidas al fracaso de los estudiantes que ni siquiera finalizan la ESO) son de las más altas de la Unión Europea, que cifra en el 10% el nivel máximo aceptable, y condenarán a muchos individuos a ser unos parias en los mercados de trabajo, al mismo tiempo que disminuirán la productividad de la economía española.
Lo mejor que puede hacer un país sensato es invertir en educación. Hasta los primeros liberales de la escuela clásica coincidían en esto. En plena luna de miel victoriana, el gran economista británico William Stanley Jevons (1835-1882), aunque combatía la existencia de hospitales públicos «porque fomentan en las clases más pobres un sentido de dependencia de las clases más ricas en lo que respecta a exigencias normales de la vida a las que se les debe incitar a atender por sí mismas», era sin embargo firme defensor de un elevado gasto estatal en educación para mejorar el «carácter» de los pobres.
Según datos del curso 2006-2007, la escuela pública incluye a dos tercios del alumnado (el 67,6% del total) y tiene casi el monopolio de la formación de los hijos de los inmigrantes (el 82,1% del total de extranjeros). Es decir, cuatro de cada cinco alumnos extranjeros dependen de los colegios de la red pública, que deben hacer frente a un abigarrado conjunto de procedencias geográficas, culturas e idiomas diferentes, en muchos casos sin una formación previa del alumno en su país de origen. Lo que une a estos muchachos, exclusivamente, es su pertenencia a los estratos económicos más pobres de nuestro país. Todo ello conjura el espectro de una educación dual (una para pobres y otra para ricos) y graves problemas de integración comunitaria que afecta también a los alumnos nativos, ya que su rendimiento escolar es mucho más problemático en esta Babel educativa, a pesar de las aulas de apoyo y las clases de educación especial que se están estableciendo. Y agota a numerosos profesores, ante la carencia de suficientes plazas de refuerzo y la falta de consideración social y profesional con la que les venimos castigando injustamente.
Unas dotaciones suficientes a la escuela pública son la mejor garantía para que el derecho de todos los ciudadanos a disponer de la misma igualdad de oportunidades sea un derecho real y no sólo teórico. En España esto no es así en absoluto y resulta sorprendente que un Gobierno de la izquierda prefiera una política de subsidios efectistas a golpe de talonario y tambor mediático. Y más sorprendente aún que se refuercen los conciertos con los centros católicos desviando fondos públicos a entidades privadas que deberían actuar plenamente en el mercado y no mediante este trasvase financiero de rentas a favor de segmentos sociales más acomodados. Y aún se entiende menos que, sin discusión alguna, destacados socialistas reclamen la supresión sin matices de los impuestos patrimoniales como si la española fuera una sociedad tan igualitaria y homogénea que encabezara la Champions League de la economía europea. No hay peor cosa que soñar despierto, Presidente.
Félix Bornstein,abogado. El Mundo 7/10/2007
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