Editorial del periódico Escuela 3912, 30 de junio de 2011
A partir de la semana que viene las papelerías, las grandes superficies comerciales y más de una librería (de algo hay que vivir) se llenan de cuadernos escolares para las vacaciones: los de Inglés, Matemáticas y Lengua son las grandes estrellas del firmamento Santillana, Rubio o Anaya. No debemos olvidar que en los currículos existe una jerarquía de materias (pocas) que se consideran imprescindibles para triunfar en la vida profesional y tener éxito económico. Todo para que los niños y los jóvenes no dejen de consolidar sus destrezas durante el larguísimo período vacacional que tienen por delante, más de 80 días. Y decimos consolidar destrezas porque no creemos que los deberes aporten conocimiento ni que consoliden aprendizajes.
Los deberes escolares son un anomalía más dentro de un sistema de enseñanza donde impera la falta de sentido común y en el que rara vez se forma la racionalidad y se inculca el amor por el conocimiento. Los deberes forman parte de un sistema estándar en el que predomina el ideal de trabajo de la cadena de montaje, la producción, heredera de la Era Industrial.
A la lógica de los deberes escolares responden la estructura de los currículos, los contenidos que se trabajan, los métodos que se desarrollan, las técnicas que se utilizan, la evaluación que se aplica. Pero también la formación inicial del profesorado, la organización administrativa y didáctica de los centros y algo tan importante como los tiempos escolares.
El sostén de toda esta maquinaria didáctica y pedagógica es el libro de texto. Un sistema de enseñanza que entiende la cultura como algo limitado y que fomenta una noción limitada de las aptitudes. Cinco horas de deberes: diez divisiones, seis ejercicios de lengua que hay que copiar en el cuaderno y resolver posteriormente supone para los niños y los jóvenes cinco horas de estrés en los que descuidan habilidades sociales, capacidades para relacionarse con su entorno y poder experimentar y adquirir saberes nuevos.
Los deberes y el libro de texto, sacrifican lo más bonito de la educación que está en la experiencia, en la búsqueda de respuestas, en el momento mágico de los procesos de aprendizaje y en la interacción, porque aprender significa, sobre todo, relacionarse.
En unos tiempos tan motivadores y con el mundo tan al alcance de la mano los deberes escolares aburren, no motivan y no aportan conocimiento ni aprendizajes sociales. Muchos padres y madres nos cuentan cómo sus hijos llegan a casa cargados de tareas sobre temas que no entienden y que hacen mecánicamente.
Esta es otra vertiente negativa, la tensión familiar que los deberes crean en muchos hogares porque hay padres y madres que se sienten incapaces de ayudar a sus hijos en las tareas de Matemáticas, Inglés o Lengua; pero también socioeconómica porque hay muchas familias que no tienen los recursos necesarios para afrontar la excesiva carga que suponen. Este sería otro componente negativo de los deberes que al igual que los exámenes de septiembre y los libros de texto son muy costosos e insolidarios. Siempre tendrá más ventajas el que más recursos tiene.
¿Cuál es la alternativa? Un sistema de enseñanza más personalizado, que fomente la creatividad, la imaginación, la iniciativa y el aprendizaje por descubrimiento. Una enseñanza y un aprendizaje acorde con los tiempos que corren requieren un giro radical en el currículo, en la organización administrativa y didáctica de los centros, en la organización de los tiempos escolares, en la formación inicial y continua de los docentes; y también muchos recursos humanos (más docentes y otros perfiles profesionales de apoyo y complemento a la docencia) y materiales, (más bibliotecas, libros, tecnologías, buenos manuales, etc). Y, por último, una cultura profesional cuyos fundamentos sean la cooperación y la solidaridad.
Los deberes sólo consolidan las destrezas de los niños y los jóvenes para hacer deberes. Esto hoy no sirve para nada.
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